NUNCA FUI A KRAKOVIA (Una visita a Auschwitz-Birkenau)


UNCA FUI A KRAKOVIA
(UNA VISITA A AUSCHWITZ-BIRKENAU)


“Piedra en la piedra, el hombre, ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre, ¿dónde estuvo?
Dime cómo durmió cuando vivía.
Dime si fue su sueño ronco, entreabierto,
como un hoyo negro hecho por la fatiga sobre el muro.
Devuélveme el hombre que enterraste…”
Pablo Neruda

 

En ocasión de haber obtenido una beca para mi concurrencia al Congreso Europeo de Neuropsicofarmacología 2012, que tuvo lugar en Estocolmo, la bella capital sueca, en junio de este año, luego de finalizado el mismo nos dirigimos a Berlín.

Mi hijo menor Fabio, nieto de polacos judíos, propuso que fuéramos a visitar los campos de concentración de AUSCHWITZ-BIRKENAU, situación de la que yo no estaba convencido.

Ante su tenaz insistencia fuimos a Cracovia (Krakovia o Krakow) ciudad de Polonia que resultó una maravillosa sorpresa: el lugar donde fue arzobispo Karol Wojtyla (luego el papa Juan Pablo II), donde está la fábrica de Oskar Schindler y la impactante catedral de San Estanislao-San Wenceslao con la Virgen Negra, me pareció una pequeña Praga, con sus castillos –sobresale el magnífico palacio real- y su espléndida plaza central donde degustamos pierogi –más conocidos como bareniques-, el húngaro goulasch, la sopa llamada borscht y otras comidas deliciosas.

Recordé que en un museo de Krakovia estaba también “La dama con el armiño” de Leonardo Da Vinci.

Sobre ese trasfondo comenzaba a jugarse la Copa Europa de Fútbol.

 


A esa altura estábamos decididos a ir a los campos de concentración y exterminio. El bus nos recogió en Krakovia a las 15 y nos llevó a través de una apacible campiña, verde y cultivada, al primer destino distante unos 40 kms.


Yo estaba tranquilo: si tantas veces había visto y leído u oído sobre los campos a través de relatos de pacientes que habían sobrevivido a las detenciones, de los films como “Noche y niebla” de Resnais, “El juicio en Nuremberg”, la “Lista de Schindler”, “La caída de los dioses” de Visconti, “Venga y vea” de Klimov, “El fascismo al desnudo” de Mijail Romm, “Sin destino” de Lajos Koltai sobre la novela de Imre Kertész, o de escritores como Erich María Remarque, Primo Levi, Jorge Semprún, el mismo Kertész, Ana Frank o Hanna Arendt.

Pero otra cosa era estar allí.

AUSCHWITZ I

Entré como visitante atento y como médico expectante. Nos recibió una guía que hablaba español, que nos acompañaría 4hs entre los dos campos.


Ya cuando entramos vi ese portal hecho con negro metal en el cual se lee en la arcada, como ironía trágica, “Arbeit macht Frei”: “el trabajo los hará libres”. Sentí un escalofrío. En verdad se podría haber puesto en esa puerta siniestra lo que reza en la entrada del infierno del Dante: “Lasciate ogni speranza voi ch´entrate” (“dejen toda esperanza ustedes que van a entrar”).
Luego veo una foto –tomada en su momento por un soldado nazi- donde un médico uniformado, Mengele tal vez, recibía en el terraplén a los que llegaban en los trenes. Más de doscientas personas venían en cada vagón de carga, sin comidas ni bebidas, sin baños. Para empezar, en esos viajes, a lo largo de varios días o semanas un 30 % aproximadamente llegaban muertos a la estación de Birkenau.

Empezamos a recorrer los pabellones: las matas de pelos, zapatos, piernas ortopédicas, las valijas de cuero con los nombres de los detenidos: judíos, curas, gitanos, homosexuales, discapacitados, enfermos mentales, comunistas, militares opositores…
Allí sentí el segundo escalofrío: una pieza detrás de un vidrio, lugar donde no se podía sacar fotos, llena de palanganas, bacinillas, “pelelas”, chatas y escupideras. Imaginé la desesperación de la gente cuando eran detenidos: ¿qué me llevo?... la “pelela” del nene o de la nena debía ser una de las cosas que se llevaban consigo. Objeto vano, que sería inútil, para niños que no iban a usarlas…

En un rincón de esa pieza había una mesada con un vidrio debajo del cual había ropitas de niñas, muñecas sin dueñas, zapatillas gastadas… Entonces me quebré, no pude contenerme y, pensando en mi nieta Mora que tiene tres años, lloré y lloré. ¿Cómo era posible que ustedes, soldados y oficiales nazis fueran tan desalmados que pudieran gozar matando esas criaturas? ¿En qué pensaban cuando echaban el gas Zyklon a través de las tuberías en las cámaras de gas? Acaso riéndose, burlándose o, tal vez concentrados, ¿imaginaban que formaban parte de la raza superior que debía llevar a cabo el designio de la “solución final del problema judío” anhelado por Hitler, Heydrich, Himmler y sus secuaces: matar a 11 millones, desde los niños a los ancianos? ¿Mientras tanto se quedaban con las propiedades, el dinero, los objetos de plata y oro (anillos, dientes, collares y pulseras)? ¿En qué banco estarán guardadas esas pertenencias que fueron quitadas por la clase de “los amos” a las clases de “los esclavos”?

-Hagamos un pabellón para experimentos médicos, de ventanas tapiadas. ¿Qué tal si allí probamos inyectarles a los niños: tifus, lepra, tuberculosis, distintas bacterias, fenol y otros ácidos?, ¿por qué no castramos a algunos y esterilizamos a unas cuantas mujeres?, planificaba Mengele. Experimentemos con gases tóxicos para ver cuál es el más efectivo. 


El cuerpo médico seguía investigando hasta que llegó el Zyklon B.

-Entren desnudos para tomar una ducha: la muerte limpia, que no deja manchas, sin derramar una gota de sangre ni víscera alguna, sin sudor en sus frentes. De allí a incinerarlos, por eso mejor poner los hornos crematorios al lado de las cámaras de gas. Eso que lo hagan los “sonderkommandos”, un grupo de prisioneros encargado del trabajo sucio, viviendo separados del resto. En un tiempo prudencial los matamos también a ellos y traemos a otros nuevos. Y nosotros guardamos los dientes de oro, los anillos, las pulseras…


Recorrimos las celdas y los pabellones donde dormían sobre unas maderas o nichos de cemento que tenían paja por colchón, luego de haber terminado el menú del día que era un té o café a la mañana (sólo líquido), una sopa al mediodía y un trozo de pan con mantequilla a la noche. Así tan mal alimentados salían a trabajar, a temperaturas bajo cero, para hacer rutas o realizar tareas gratuitas en fábricas de empresarios alemanes.

-¡Y si se escapa o intenta escaparse alguien colgaremos a unos cuantos, los ataremos a un palo a la intemperie un par de días, o irán -con suerte- al frontón del fusilamiento, o a una celda para permanecer de pie donde ni podrán acostarse! ¡Así aprenderán que con las SS no se juega!

Cuando llegó Himmler a Auschwitz le pareció que, como centro de exterminio era demasiado pequeño, que no daba cuenta de las necesidades de esos tiempos:

-¡Aquí hay que ser más expeditivos, trabajar más rápido y más sistemáticamente!, ¡ampliar las cámaras de gas, aumentar la cantidad de hornos!

AUSCHWITZ II
Le gustó un campo cercano, a 3kms de distancia, donde se asentaba un pueblo al cual barrieron del mapa para instalar el campo de exterminio más grande del III Reich: Birkenau.
Allí era la terminal de los “trenes de la muerte” y se armaron todas las estructuras subterráneas para que nadie viera nada de la cadena de exterminio.


Al bajar del tren debían dejar todas sus pertenencias con la excusa, dada por los SS, de que había que lavarlas y desinfectarlas (a las pertenencias y a las personas). Les contaba que un médico apuntaba con el dedo: â€œvos para allá, vos quedate aquí”. La gente que iba en esa dirección –embarazadas, niños menores de 14, ancianos, discapacitados- no sabían que “Andá para allá” significaba ir directamente a las cámaras de gas (Zyklon B) que los mataba asfixiados en una lenta agonía de 15 a 20 minutos y la posterior cremación de sus cuerpos.

Este gas mortal liberaba cianuro que, al ligarse con la hemoglobina de los eritrocitos, impedía el transporte de oxígeno por la sangre con la consecuente asfixia de los tejidos (para decirlo de un modo llano). En ese momento recordé que en Berlín, los vendedores ambulantes ofrecían máscaras antigás como souvenirs.

Todo muy bien organizado: primero entraban a una sala donde los obligaban a desnudarse, luego al cuarto de las supuestas duchas que en lugar de agua expelían el mortal gas Zyklon B. A continuación los cuerpos a los hornos.

-Que venga otra tanda, no se puede parar. 

Los SS controlaban todo. El único lugar donde no entraban era donde estaban los inodoros de madera, uno al lado del otro, en larga fila y a la vista, con orificios en los que hacían sus necesidades los detenidos y que estos mismos, luego , tenian que limpiar.


-¡Allí no entraremos, que la putrefacción los consuma a ellos y después que ellos mismos vacíen los excrementos!- clamaban los guardias nazis.

Nosotros, los visitantes, nos paramos en el terraplén donde bajaban a los prisioneros. A lo lejos, en la entrada, el conocido edificio con una arcada por donde pasaba el tren: me parecía ver bajar a la gente de los vagones de carga, oír las voces acongojadas de los prisioneros, los gritos execrables de los esbirros de Hitler, los ladridos de los perros; y me pareció increíble que yo estuviera allí viendo ese lugar donde alcanzaron a matar 1.300.000 personas, según los registros de los mismos nazis.


Emprendimos la vuelta, antes de salir se destacaba una horca donde había sido ajusticiado el director del campo, Rudolf Höss (no confundir con Rudolf Hess), que en vida habitaba una mansión al lado de los pabellones, paredón mediante para no ver ni oír nada, con su esposa y 5 hijos.

Fuimos saliendo, dejando atrás esos campos desolados que otrora albergaran casi 100.000 personas, que iban rotando a medida que iban muriendo. Esa había sido una de las experiencias emocionales más fuertes de mi vida. Con una tristeza y un dolor que nos oprimía el alma volvimos al bus que esperaba nuestra llegada para retornar a Krakovia. Yo pensaba en mi otro hijo, Mariano, que no había viajado con nosotros, que me gustaría que algún día llegara a conocer este siniestro lugar, que hoy es Patrimonio Histórico de la Humanidad. En camino a la ciudad, mi hijo Fabio lo resumió con clara contundencia: â€œeste es un lugar que, al menos una vez en la vida, tendría que venir todo el mundo”. 

El bus atravesaba los verdes campos rodeados de pequeños y tranquilos pueblos, con imágenes que no podía despejar de mí. Recordé a Emily Dickinson: “sentí un funeral en mi cerebro… -y luego un vacío en la razón, se quebró, caí, y caí -y di con un mundo, en cada zambullida, y terminé sabiendo –entonces-”; y me dormí pensando por qué, habiendo viajado bastante a lo largo de mi vida, nunca había ido a Krakovia.

Dr. Adrián Sapetti, en Buenos Aires, 25 de junio de 2012



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