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LAS MUJERES DE KAFKA (2da parte)

Las mujeres de Kafka ( 2° parte )
 



Dialogando con Franz (continúa de la parte I)

Adrián Sapetti: las relaciones tormentosas con varias mujeres son fundamentales en tu vida y en tu obra -en los “Diarios” o en “Cartas a Milena”-. La que sostuviste con Felice Bauer dio origen a una correspondencia reveladora de tu carácter. Incluso te comprometiste con ella dos veces pero no lograbas concretar el matrimonio.

FK: jamás podré olvidarla. La uniformidad, la regularidad, la comodidad y la falta de independencia de mi vida me inmovilizan irresistiblemente, dondequiera me encuentre. Además, siento una inclinación poco común hacia la vida cómoda, dependiente de los demás, lo que naturalmente empeora todo lo que me es pernicioso.
Finalmente, envejezco, cada día me resultan más difíciles los cambios. Pero todo esto sólo tiende hacia una gran desdicha futura, duradera y sin remedio; me arrastraré por los años, cada vez más triste y solitario, suponiendo que pueda resistirlo mucho tiempo.

AS: no obstante, podrías haberte casado; sabemos que, por lo menos, te comprometiste tres veces –con distintas mujeres- y nunca pudiste  concretar una boda.

 FK: te digo que no. En esa época no hubiera podido casarme; todo en mí se oponía, por más que siempre amé a Felice. No soporto en mí la aparición del más mínimo bienestar duradero y hago trizas la cama matrimonial aun antes de haberla tendido...
Me abstuve sobre todo por consideración hacia mi labor literaria, porque creía que el matrimonio podía serle dañino. Tal vez tuviera razón; pero de todos modos mi vida actual de soltero ha terminado por anular esa razón.
Hace un año que no escribo nada. Tampoco creo que consiga escribir nada de aquí en adelante; sólo he tenido y sigo teniendo en la mente un único pensamiento, y ese pensamiento me devora. Además, gracias a mi falta de independencia, que mi tren de vida por lo menos favorece, me acerco a todas las cosas con vacilación, y no soy capaz de hacer nada al primer intento. También ocurrió eso con el asunto de mi matrimonio.

AS: ¿por qué abandonaste la esperanza de llegar a vivir con ella?

FK: ya intenté todo tipo de humillación de mí mismo. Una vez le escribí: “Tú me perteneces, me he apoderado de ti, no puedo creer que en ninguna leyenda alguien haya luchado por ninguna mujer más con más desesperación que yo por ti dentro de mí, desde el principio, constantemente y, tal vez, eternamente… Hablo contigo de forma tan franca como conmigo, no quiero que lo tomes a mal ni tampoco que busques en esto ningún orgullo, por lo menos no lo encontrarás donde tú lo buscarías”.

AS: evidentemente tenías un miedo desmesurado al compromiso.

FK: lo que tenía era una total imposibilidad de vivir con F. Into­lerabilidad de la convivencia con nadie, sea quien sea. No hay que quejarse de esto; hay que quejarse  de  la  imposibilidad de no estar solo. Y sin embargo, qué insensato es quejarse, confor­marse y finalmente comprender. Levántate del suelo, me dije. Dedícate al libro. Pero entonces, otra vez: el insomnio, los dolores de cabeza.


 Milena


AS: luego de la relación con Felice, a principios de 1920, mantuviste un vínculo  amoroso con la escritora y periodista checa Milena Jesenskà: la correspondencia que le envías en esos años se la conoce como “Cartas a Milena”. Ella emitió un juicio terminante sobre ti:

"Frank no tiene capacidad para vivir. Frank jamás podrá curarse. Es una persona obligada al ascetismo por su terrible lucidez, pureza e incapacidad de compromiso".

FK: me parece algo desmedido lo que dijo Milena. Sobre todo si escuchas lo que le escribí en esta carta:
“Qué fácil será la vida cuando estemos juntos. Entiéndeme bien y sigue siendo buena conmigo. Antes de conocerte creía no poder soportar la vida, no poder soportar a nadie y eso me avergonzaba. Pero tú, Milena, me confirmas ahora que no era la vida lo que me parecía insoportable. Hoy me bastan unas pocas líneas tuyas, dos líneas, una sola palabra. Lo único cierto es que lejos de ti no puedo vivir. No deseo otra cosa que hundir mi rostro en tu regazo, sentir tu mano sobre mi cabeza y permanecer así hasta la eternidad.”

AS: en 1923 te trasladaste a Berlín, con la esperanza de distanciarte de la influencia familiar y poder concentrarte en tu obra. Allí conociste a Dora Dymant, una joven actriz de 25 años descendiente de una familia judía ortodoxa, que había huido de su pueblo natal. 

FK: Dora fue mi última compañera y había logrado concitar en mí el interés por el judaísmo y el sionismo.

AS: también con Dora, como antes con Felice y con Milena, le escapaste al  matrimonio.

FK: te podría enumerar argumentos a favor y en contra del matrimonio: primero la incapacidad de soportar solo la vida, lo que no es incapa­cidad de vivir, sino lo opuesto; tal vez sea improbable que so­porte la vida con otra persona, pero soy incapaz de soportar a solas el asalto de mi propia vida, las exigencias de mi propia persona, las garras del tiempo y de la vejez, la vaga opresión del deseo de escribir, el insomnio, la proximidad de la locura.
La desdicha de la convivencia. Impuesta por el des­conocimiento, la compasión, la sensualidad, la cobardía, la vanidad y sólo en lo más hondo, tal vez, un tenue arroyito digno del nombre del amor, inalcanzable para el que lo busca, resplandeciente de pronto en el instante de un instante.

AS: ¿qué más?

FK: el temor de no estar nunca más solo, pues yo todo lo que he produ­cido ha sido simplemente un producto de la soledad; odio todo lo que no se relaciona con la literatura; me aburre seguir una conversación (aun cuando se hable de literatura), me aburre hacer visitas, las penas y las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma. Las conversaciones me roban la importancia, la seriedad, la verdad de todo lo que pienso.
Solo, quizá pudiera algún día renunciar realmente a mi empleo. Casado, ya me sería absolutamente imposible. Hasta ahora he crecido exclusivamente en medio de una dependencia y un bienestar exterior. No obstante con Dora sí me quería casar…

AS: ¿no crees que esa dependencia ha sido com­pletamente dañina para tu naturaleza, por mejor in­tención y cariño que tuvieran quienes te procuraban ese bienestar? 

FK: sin duda, hay quienes buscan asegurarse por doquier su independencia, pero yo no pertenezco a ese grupo. Hay, en cambio, otros que jamás pierden su dependencia; no creo que me perjudique la tentativa de analizar si pertenezco o no a este grupo. Tampoco vale la objeción de que soy demasiado viejo para una tentativa de esa índole. Soy más joven de lo que parezco. En la oficina no alcanzaré jamás este mejoramiento, las tareas me resultan pesadas, inaguantables, me impiden escribir.
Te confieso que quisiera alquilar con Dora, que cocina maravillosamente, un pequeño restaurante, en el cual yo me desempeñaría en calidad de mozo.

AS: eso me parece una de tus tantas bromas: “¡El camarero Kafka!”… Volviendo al tema anterior: la experiencia de casarte te hubiera ayudado a independizarte de tus padres.

FK: si alguna vez llegara a los cuarenta años, proba­blemente me casaría con una solterona de incisivos superiores pro­tuberantes, parcialmente descubiertos por el labio de arriba. Pero es difícil que llegue a los cuarenta: me lo dice, por ejemplo, la tensión que a menudo siento en la mitad izquierda del cráneo, que se me antoja una especie de lepra interna y que, si hago abstrac­ción del malestar y sólo decido observarlo, me produce la sensación de esos cortes trasversales del cráneo en los libros de texto, o de una disección indolora del cuerpo vivo, donde el cu­chillo, un poco refrescante, cuidadoso, deteniéndose a menudo, vol­viéndose atrás, y de vez en cuando descansando, recortara constantemente membranas finas como papeles al lado mismo de las partes cerebrales en pleno funcionamiento.

AS: ¿hablabas con tu madre de estos conflictos tuyos con la convivencia?

FK: hoy, durante el desayuno, hablé por casualidad con mi madre sobre casamientos e hijos. Apenas unas palabras, pero por primera vez pude comprobar claramente qué falsa y pueril es la imagen que mi madre se forja de mí. Me cree un joven sano, que padece a veces la ilusión de estar enfermo. Esta ilusión desaparecerá por sí sola con el tiempo. El casamiento, por supuesto, y los hijos, ya se encargarán de eso mejor que nadie. Entonces, también el interés en la literatura se reducirá al interés tal vez natural en un hombre educado.
Lo más pro­bable es que me enamore repentinamente de una muchacha y no quiera separarme más de ella, ni saber de otra cosa. Mi madre me dijo: “No era tu destino”, triste consuelo, lo peor es que por ahora es casi el único consuelo que necesito. Pero si me quedo soltero, tampoco será una desgracia, porque con el buen juicio que tengo sabré arreglarme.
Nunca tuve gran intimidad con las mujeres, excepto una vez: ella era una verdadera mujer y yo era un ser cargado de inocencia.

AS: y… ¿con aquella suiza que conociste…?

FK: ella era una niña y yo una perfecta confusión.

AS: pocas personas conocí cuya situación íntima fuera seme­jante a la tuya, sin embargo puedo imaginarme personas así.

FK: pero seguro que el cuervo secreto que revolotea constantemente en torno de tu cabeza como lo hace en torno de la mía, eso ni siquiera puedes imaginártelo. Sin antepasados, sin matrimonio, sin descendientes, con un anhelo salvaje de antepasados, de matrimonio, de descendientes. Todos ellos me tienden la mano pero demasiado lejos de mí.

Franz Kafka nació en Praga el 3 de julio de 1883 en el seno de una familia judía. De ninguna manera podría incluirlo dentro de los artistas esquizofrénicos o maníaco-depresivos, sin embargo el mundo creado por él, ese universo que la posteridad nominará como “kafkiano”, tiene vivencias de alucinaciones cenestésicas, ideas paranoides, dismorfofobias, vivencias de encierro, sometimiento al autoritarismo paterno, que podrían hacer pensar en una personalidad esquizoide. Fallece en Viena el 3 de junio de 1924, víctima de la tuberculosis, acompañado de unos pocos amigos; antes de morir, sufriendo dolores incoercibles le solicitó a su médico que le inyectara morfina en grandes cantidades. Como éste se negara, Franz lo enfrentó con una célebre admonición: “Mátame o eres un asesino”. Estaba por cumplir 41 años.

Tumba de la familia Kafka, en el cementerio de Praga Stranitz. 

En su tumba, en el cementerio judío de Praga Stranitz, yacen también su hermana Ottla y sus padres.