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las parejas tormentosas - parte I

Las parejas tormentosas (Parte I)
por el Licenciado en Psicología Roberto Rosenzvaig
(Artículo publicado en Revista Terapia Sexual, Vol. III (2), 2000, Sao Paulo, Brasil)
"We rose up slowly" - R. Lichtenstein - 1964No nos une el amor,
sino el espanto.
Será por eso que te quiero tanto.
Jorge Luis Borges.
Cuando pensamos el fenómeno de la violencia, lo primero que nos sorprende es su constancia a través de la historia humana. Lo segundo su clara diferenciación en términos de género. Para algunos investigadores, como Rianne Eisler, la violencia en tanto hecho institucionalizado sólo surge en coincidencia con el origen del patriarcado, y es ejercida en forma sistemática con una finalidad de apropiación y dominio, de modo constante y coherente por la mitad masculina de la creación.
En un cierto sentido estas hipótesis guardan relación con las más clásicas de F. Engels, quien señalaba la coincidencia entre las formas expoliadoras generadas a través de la posesión de los instrumentos de producción, con el origen y consolidación del patriarcado.
En el film “2001, Odisea del espacio”, de Stanley Kubrick, hay una escena muy conocida que muestra a un ser antropomorfo, de rasgos simiescos, cuando toma y utiliza un hueso que desde ese momento es simultáneamente un arma, lanzándola al aire como expresión de su poder.
Esta expresión de violencia revela metafóricamente aquellos impulsos agresivos que son parte constitutiva de la humanidad, anclados tanto en la biología profunda de las hormonas androgénicas, como en la voluntad de poder. Un poder inicialmente anárquico, al cual se opone la decisión de construcción de las sociedades organizadas, que reclaman encadenar en reglas una violencia, que de otro modo hubiese puesto en riesgo el orden al cual estas mismas sociedades querían someterse.
El deseo sexual representa a la perfección esa contraposición entre violencia y orden, porque se expresa espontáneamente a través de la apropiación del objeto que satisface el ansia y la necesidad, pero que finalmente deberá someterse al imperio de la conciencia que modela y encausa los sentidos, hacia la instancia subjetiva del goce, representada en la arquitectura del arte de amar.
Al intentar unir conceptos como la sexualidad, la violencia y el erotismo, no como ideas separadas, lo que lo haría más sencillo, sino en su encuentro único dentro de la relación amorosa, aparece la visión del erotismo como un fenómeno específicamente humano, que puede ser entendido de distintas maneras: “como el arte dialogado del amor” (M. Foucault), como “metáfora de la sexualidad” (O. Paz), o más críticamente como una opción cuya principal finalidad es la de transgredir el imperativo “civilizatorio” que deviene de las prohibiciones y de la represión concomitante, hasta el punto que puede decirse que sin silencio y sin prohibición no habría erotismo (H. Bataille), en su doble vertiente: amorosa y agresiva. Orden o desorden, continuidad o ruptura. ¿Es Eros, Dios del amor, sólo un rubicundo angelito inofensivo que dispara flechas? ¿O un verdadero hijo del Kaos que inocula la pasión incontrolable allí donde golpea? Eros no es un símbolo racional y apolíneo, sino dionisíaco. Su verdadero ser está en la ruptura de la conciencia racional y en la entrega y el éxtasis más allá de las barreras y los límites.
La sexualidad, como dispositivo de reglas, representa la continuidad ontológica, el erotismo la profunda discontinuidad de la ruptura de la conciencia en un acto único e irreversible, de allí que su única comparación literaria es con la muerte o la “pequeña muerte” representada por el orgasmo.
Si es que se puede hablar de una fragmentación entre el ser natural y el ser cultural, el erotismo representa la instancia de ruptura de la premisa reproductora, para proyectarse en otra instancia de simbolización. A. Giddens ha nombrado a este hecho históricamente determinante de las relaciones humanas como “sexualidad plástica”.
En los principios de las sociedades humanas la simple apropiación de la hembra (orden biológico reproductivo), tiene que haber sido la conducta predominante, y en general violenta, en tanto que el macho imponía su voluntad, pero a medida que las sociedades se ordenan y complejizan, el orden social demanda un protocolo de acción. Y aunque la violencia del sometimiento seguirá siendo por siglos el modo de ruptura que el macho instala en la relación de género, la violencia de posesión tiene su límite, que está dado, en las sociedades arcaicas, por la cohesión que lo femenino y maternal otorga al grupo, y en las sociedades modernas por la necesidad masculina de ternura, aceptación y valoración por parte de la mujer.
Las normas, tabúes y las regulaciones formales e informales apuntan a colocar límites y afirman que en materia sexual no todo es posible ni está permitido. Sin embargo el éxito verdadero de las regulaciones, sólo se produce cuando el control de sí, fin último de la sociedad moderna, se ejerce internamente, pero para que esto suceda la naturaleza tiene que ceder o modificarse a través de la acción recursiva que la cultura produce sobre ella en el curso de siglos.
Los seres humanos no limitan la violencia sólo por las prohibiciones, o las sanciones, sino principalmente por el descubrimiento de las relaciones afectivas, de la ternura y el amor, aunque asumiendo -como lo afirmó el Marqués de Sade-, que todo en la naturaleza contiene una dualidad: la capacidad para la creación, tanto como para la destrucción. Somos, en este sentido, seres bicéfalos divididos entre impulsos amorosos y agresivos, y proyectamos esta dualidad sobre nuestros objetos de amor. La paradoja proviene de que nuestro ideal amoroso no integra ambos aspectos, porque se sostiene sobre el arquetipo romántico, (que de ningún modo es privativo de Occidente, sino que se expande como un modo de relación universal). En el amor romántico, la ternura y los lazos tienden a primar por sobre la pasión y su carácter predominantemente erótico. El amor romántico se apoya sobre cuatro pilares: la idealización, la libertad, la igualdad y en la continuidad; la pasión, en cambio, en la simbiosis, el instante y la compulsión. Así el romance quedaría asociado -en un sentido muy amplio- a los impulsos amorosos, mientras que la pasión a los impulsos agresivos.
Para entender en un nivel más concreto estas afirmaciones, coloquemos este análisis en el campo de las relaciones amorosas, y de que modo, en ese espacio singular, surge el desafío de integrar la ternura junto a la agresión como dos aspectos diferentes de la relación. La ternura y la agresión son contempladas, en términos generales, como dos fenómenos opuestos y mutuamente excluyentes. Sin embargo, los seres humanos nos vemos obligados a integrar los impulsos amorosos y los agresivos como parte de nuestro desenvolvimiento individual; ambos representan, de un modo evidente, la ambigüedad frente a nuestros objetos de amor.
Es un aspecto constante de la evolución psicológica el hecho de que los procesos de desarrollo de la persona implican duelos, dolor y rabia, porque cada paso de crecimiento comporta ganancias, pero también pérdidas, y éstas últimas se acompañan de frustración y sentimientos agresivos. La maduración individual enseña a tolerar las inevitables emociones negativas que generan los vínculos cercanos, especialmente los familiares, cuando no satisfacen todas las expectativas ni los deseos.
La aceptación de las necesidades del otro en la convivencia, aún cuando no coincidan con las propias, es un elemento clave de la vida en común, tanto sea en la vida familiar o comunitaria en general. Ser tolerante representa aceptar que el otro puede pensar o actuar en forma diferente a nuestra propia visión del mundo y de las relaciones, sin que la diferencia se entienda como un ataque personal. Así como el nivel de tolerancia a las diferencias es un indicador positivo del grado de desarrollo de las sociedades, del mismo modo la tolerancia señala a aquellas parejas capaces de construir una relación basada en el respeto de las individualidades.
Pareciera que las personas están poco entrenadas para convivir con las diferencias, tal vez porque mantienen una imagen idealizada de que las buenas relaciones interpersonales se basan en un absoluto consenso, cuando lo más correcto es lo inverso, es decir que las buenas relaciones, al fin y al cabo, se logran a través del conflicto. Todos los organismos sociales, ya sean matrimonios, familias, instituciones o naciones, se enfrentan a conflictos y crisis. Su vigor y coherencia se refuerza a través de ellos cuando se los comprende como pasos de crecimiento, y se admite la diferencia y aún el enfrentamiento como parte este proceso.