Hanako, una joven bella, aunque atolondrada, tenÃa un amante escrupuloso y pulcro que gustaba de hacer el amor con guantes. Antes de tocarla, el hombre vigilaba personalmente su baño y exigÃa que ella se fregara con piedra pómez de pies a cabeza, se depilara hasta el último vello y enjabonara cuanto pliegue y orificio habÃa en su esbelto cuerpo, todo esto sin una palabra de afecto o de aprecio por sus encantos. Ahora bien, en el jardÃn de Hanako habÃa un estanque donde todavÃa nadaba una carpa enorme y venerable. A pesar de sus cuarenta años de existencia, el viejo pez no tenia ninguna de las mañas del meticuloso enamorado de Hanako, por el contrario, era fuerte como un atleta y lleno de consideración, como deben ser los buenos amantes. No es raro, por lo mismo, que ella lo prefiriera como compañero. La joven solÃa sentarse a la orilla del agua y al llamarlo por su nombre él subÃa a la superficie a jugar con ella. Una noche, después de recibir las higiénicas caricias del hombre con guantes, salió al jardÃn y se echó a la orilla del estanque a llorar. AtraÃdo por los sollozos, el gigante subió del fondo y acercándose a la mano lánguida que tocaba apenas el agua, le chupó uno a uno los dedos con sus fuertes labios. Hanako sintió que su piel se erizaba y una sensualidad desconocida la recorrÃa entera, sacudiéndola hasta la esencia misma de su ser. Dejó caer un pie al agua y el pez besó también cada dedo con la misma dedicación, y luego la otra mano y el otro pie, y enseguida ella puso las piernas en el estanque y la carpa frotó las escamas de plata de su vientre contra la piel de la muchacha. Hanako comprendió la invitación y se dejó caer en el barro del estanque, abierta y blanca como una flor de loto, mientras el atrevido pez rondaba en torno a ella acariciándola y besándola y obligándola a abrir las piernas y entregarse a sus caricias. El pez le soplaba chorros de agua por las partes más sensibles y asÃ, poco a poco, fue ganando terreno y conduciéndola por las rutas del placer más sublime, un placer que Hanako no habÃa tenido jamás en brazos de hombre alguno y menos, por supuesto, del amante enguantado.
Más tarde ambos reposaron flotando contentos en el barro del estanque bajo el escrutinio de las estrellas. Nota: este bello cuento es un aporte inestimable de nuestro amigo Juan Carrillo Constain |