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LOS TECNOGOCES por la Licenciada Liliana Vazquez, psicóloga y socióloga.


Tecnogoces

La instancia de pensar alrededor de este neologismo interesante de los “Tecnogoces” me acercó no por casualidad a adentrarme en los escritores de ciencia ficción, en este punto leí a James Graham Ballard, uno de los  grandes escritores del último siglo; casi una suerte de psiquiatra del nihilismo global, cuyos textos oscilan entre la condena apocalíptica del mundo actual y un deleite casi morboso con sus perversiones.

Nada es casual en su obra, tan cerebral como pudo ser la de Aldous Huxley, pero quizás más sensible al peligro. Quien quiera entender por qué vivimos tiempos tan locos, decía, acabará por cruzarse con él. Hace tres décadas atrás escribió un ensayo premonitorio: “El futuro del futuro”. En él, auguraba el advenimiento del entretenimiento en medios sociales y el cambio del usuario a consumidor.

Sin importar nuestro lugar jerárquico en la familia, señalaba Ballard, cada uno de nosotros dentro de la privacidad de nuestras habitaciones será la estrella en una saga doméstica en continuo desarrollo, con padres, esposos, esposas e hijos degradados a un apropiado rol de apoyo. Estas ideas (la eliminación del espacio privado, el dominio de la techné, la democracia digital) se encuentran presentes en la actualidad. Sin embargo, hay otra que es la que más provoca terror: la pérdida del afecto y el calor del otro.

La tecnología y sus productos (los teléfonos inteligentes, las redes sociales, los reality shows, la ubicuidad del Internet) son, posiblemente, nuestra metáfora contemporánea de aquellos mitos antiguos y folclóricos que causaban terror. Los efectos de la tecnología en una sociedad enajenada con la sensación de vivir el aquí y ahora, nos hace preguntar si las tecnologías de la comunicación funcionan como sustancias adictivas. Y si es así, ¿cuáles son sus efectos secundarios?

En la actualidad –parafraseando al psicoanalista Jacques Lacan–, cuando todo lo que no está prohibido se vuelve obligatorio, la máxima visibilidad se torna un imperativo. Las redes sociales no son la herramienta libertaria que algunos gurúes new age o cyber predican, sino un espacio en el que, a medida que exhibimos más de nosotros, termina por consumirnos. Las redes sociales han transformado la forma en la que nos comunicamos, han exaltado nuestras histerias, nuestro voyeurismo y nuestras carencias, estas herramientas se nos tornan un yugo para plantear nuevos temores: la creación de un mundo virtual que obliga a las personas a vivir en la esclavitud dentro de un orden social que se rige por las normas del espectáculo.


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La posibilidad de poseer un cyborg que funciona como el doble de un ser querido, ya muerto; o un dibujo animado que supera a su creador. O ¿puede la capacidad de almacenar memoria volverse en nuestra contra?, ¿cómo afrontar la pérdida de una persona cuando los productos tecnológicos propician que la veamos constantemente?

Cada vez se vuelve menos frecuente que nos planteemos la utilidad de la tecnología, ofuscados por la novedad y el asombro. Hace tiempo los teóricos de la razón instrumental advirtieron que en nombre del bien social, el desarrollo y la razón se crean herramientas para el exterminio del otro. En un claro guiño a la ciencia ficción desencantada de Ballard, nueva carne, la fusión del humano con la máquina. Ante esto surge la pregunta: ¿existen alternativas a esta fusión hombre máquina que representa Internet?

Sin embargo al prenderse el televisor, o una “Tablet”, o un Smartphone, o una PC las cosas cambian, se unen las nuevas tecnologías, los sujetos penetran la pantalla, se reflejan contenidos dinámicos y emerge esta área entre el placer y el malestar en cada muro, en cada escritorio, en la palma de cada mano, en la pantalla fría y brillante de un televisor, un monitor, un teléfono inteligente.


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Más allá de la cuestión evidente, el modelo de Internet nos presenta esa metonimia (práctica de sustituir la palabra principal con una palabra que está estrechamente vinculada a ella), esa especie de huida permanente del deseo en su instantaneidad. Casi parece que no hay tiempo para comprender cuál es el deseo que me habita, porque enseguida debe aparecer ya su satisfacción.

Y esta demanda se iguala así a lo que Freud había definido en realidad como la pulsión, que es ella misma una demanda instantánea de satisfacción, una demanda que no admite espera, una demanda que el sujeto se lleva ahí adonde vaya. Y sabemos que el propio síntoma es definido por Freud como un intento en el sujeto de dar una satisfacción sustitutiva a esa pulsión. Ahora el deseo se fabrica por encargo. Y la estructura misma del deseo lo permite.

Lacan advierte que lo que él llamó la ciencia –o la técnica- colabora con todo lo que viene ocurriendo, facilitando la dimensión del hombre objeto, pasivo ante el derramamiento externo “de máquinas extrañas y productos que no cesan de modelar la subjetividad moderna”.Y me pregunto, si ese más allá no es el espacio, indiscutiblemente imaginario, donde se produce la “inquietante extrañeza”. De ser así, ¿cómo, y de qué manera, esta extrañeza hace marca en el hombre de nuestros tiempos?

Recordemos que el hombre se adapta a las situaciones extremas:Sherry Turkle en “La vida en Pantalla” muestra la evolución de nuestras concepciones acerca de la tecnología y lo estrictamente humano, nuestras resistencias, nuestros miedos y las diferencias que nos separan a los adultos del mundo infantil en relación a estos temas. Y en este punto la inevitable recurrencia a Freud y a su descubrimiento del dispositivo psicoanalítico donde en el silencio y también en la ausencia de la mirada del otro se empezaban a desplegar cuestiones que en la “vida real” no aparecían. ¿Estaríamos hablando de una forma de virtualidad? Así comenzó el Psicoanálisis más de un siglo atrás.

El dispositivo no fue un tema menor

El ciberespacio es un lugar que Barlow describe como “un mundo silencioso (donde) toda la conversación es tipeada. Para entrar en él, uno abandona cuerpo y espacio y se vuelve una cuestión de palabras solamente” (Rushkoff, 1999). Cualquier similitud con un diván es mera coincidencia.  

*Lic. Liliana Vazquez, psicóloga y socióloga.
vazbar@fibertel.com.ar